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Una vida, un instante

Actualizado: 18 mar

La abuela miraba a su nieto, de pie al borde de la cama, y se hacía la dormida. Observándolo pensó en lo rápido del paso del tiempo, la finita cuenta atrás que empieza cuando nacemos y que no se detiene jamás.

Allí, sobre aquella cama, su cabeza vuela a momentos del pasado, recuerdos fugaces que apenas consigue atrapar unos segundos en su mente antes de que se desvanezcan en un torbellino confuso.

Son tantas las cosas vividas que cuesta recordarlas todas. Aún así lo intenta y una leve sonrisa acude a sus labios. El nieto sonríe, a su vez, y se alegra de que al menos su abuela tenga un sueño feliz.

Sin embargo, la abuela no está soñando, la abuela está viviendo. La cama desaparece, la habitación desaparece e incluso su nieto desaparece. Ahora la abuela es niña y juega en el parque al escondite con otro niño, bajo la mirada de un hombre que se levanta de un banco y camina hacia ella.

-Vamos hija, tenemos que volver a casa -dice su padre.

Coge su mano y levanta la cabeza. Adora a su padre como solamente una niña puede adorar a alguien. Sus miradas se cruzan y una media sonrisa, de esas que nos salen cuando queremos meternos con alguien y estamos esperando el momento adecuado, acude al rostro de él mientras se encaminan hacia el coche.

La madre los recibe a la entrada de casa. Es navidad y su padre está con ellos después de tres meses de servicio en alta mar. La cena transcurre entre amor y risas y pronto la niña se acuesta, deseosa de que llegue la mañana siguiente para abrir todos sus regalos.

Cuando los rayos de luz se empiezan a colar a través de su persiana, ella lleva un buen rato despierta y sale corriendo de la cama.

-¡Papá, mamá, despertad!

Montañas de regalos inundan el salón.

-Vaya, vaya, parece que alguien se ha portado bien este año –dice su madre mientras se sienta junto al padre en el sofá y se funden en un tierno beso.

La niña los mira. Ese momento quedará grabado en su memoria durante toda su vida. Ese sentimiento de felicidad plena, de sentir amor inundando cada poro de su piel y de saberse querida por las personas más importantes de su mundo, ese sentimiento permanecerá en su memoria para siempre.

Ahora la abuela ya no es niña, ahora es una chica sentada en un banco del mismo parque al que iba de pequeña, observando a los niños jugar y recordando aquellos tiempos en los que nada importaba más que ser la primera en la cola del tobogán.

Un chico se sienta a su lado. Es guapo. Nota su pulso acelerarse cuando se da cuenta que él la está mirando.

-¿Qué miras?

-A ti -responde él con una gran sonrisa.

Su mundo desaparece y piensa que con esa sonrisa sería capaz de eclipsar a la más brillante de las estrellas.

-¿Por qué?

-Porque eres la chica más guapa que he visto en mi vida.

Nota calor en sus mejillas y sabe que su cara se ha vuelto completamente roja.

-Eso le dirás a todas -atina a decir mientras él agranda un poco más esa sonrisa que la está matando.

-La verdad…no suelo hablar con chicas, pero necesitaba hablar contigo. Hace semanas que te veo aquí sentada, en este mismo banco con la mirada perdida. Veo la tristeza en tus ojos y siempre lamento no poder hacer nada. Hasta hoy. Sé que no hay mucho que yo pueda hacer más que sentarme a tu lado y decirte que no estás sola, que aunque creas que no me conoces, en realidad sí que sabes quién soy.

Él, sin saberlo, acaba de atravesar todas sus barreras y la ha descolocado. Aunque parezca mentira, eso era todo lo que ella necesitaba oír de los labios de alguien. ¿Quién era?

-Veo que sigues si darte cuenta… ¿Si jugamos al escondite recordarás por fin quién soy?

Entonces una luz se enciende en su cabeza y se abre paso entre todos esos nuevos sentimientos que él está provocando en ella.

-Eres…¿eres aquel niño con el que siempre jugaba?

-Sí.

Escucha la voz de su padre como un eco lejano camino del coche, cuando por fin se decidió a decir lo que le rondaba la cabeza.

“-¿Quién es ese chico con el que siempre juegas?

-Se llama Manu, está loco.

Su padre se ríe.

-¿No será que Manu te gusta un poco?

-Puaggg, qué dices papá.”

La risa de él se funde con la de su padre y la devuelve al presente. Es cálida, alegre, llena de vida.

-¿Cómo me has reconocido? –dice ella.

-Fue fácil. Tus ojos. Siguen siendo las mismas dos gotas de agua de cuando eras niña. Cuando empecé a venir al parque para desconectar del instituto y poder pensar, te vi. Estabas aquí sentada y no podía dejar de mirar tus ojos. Sabía que los había visto antes y tardé unos días en darme cuenta de quién eras. Mi madre siempre me ha dicho que para saber lo que siente, lo que piensa una mujer, hay que saber leer en sus ojos. Y los tuyos han sido esquivos a contarme sus secretos desde el mismo día en que te reconocí.

La verdad, no sabe que contestar. Se siente tonta e indefensa al lado de este chico, cada palabra que sale de su boca la vuelve un poco más vulnerable y esa es una sensación que no había vuelto a tener desde…desde hacía un año.

El autobús la dejó a un par de manzanas de su casa y, como cada día después de clase desde que dejara su trabajo, su padre debería estar esperándola en la parada. Pero no estaba.

Cuando torció la esquina de su casa vio coches de policía y una ambulancia en su jardín. Algo pasaba. Corrió. Se deshizo de los brazos en lágrimas de su madre y, bajo miradas de dolor, atravesó la casa hasta llegar a la habitación de sus padres.

Estaba allí, pero no estaba. Se abalanzó sobre él y le abrazó durante lo que le parecieron horas, llorando ríos de lágrimas que resbalaban por sus mejillas y terminaban empapando el inmóvil pecho de su padre. Al final, su madre consiguió separarla y se dio cuenta de que su mundo jamás sería igual. Su padre no estaba y ella no era más que una chiquilla indefensa, una niña que habría de enfrentarse al mundo sin el apoyo de la persona que más significaba para ella.

Su madre intentaba consolarla, pero no había consuelo posible para aquella chica que acababa de darse cuenta por primera vez en su vida de cuán pequeña y vulnerable realmente era. Su mundo perfecto ya no era tal. ¿Cómo iba a ser perfecto un mundo en el que no estaba él?

Una mano cogiendo la suya la sacó de sus pensamientos. Vulnerable. Hacía un año de la muerte de su padre y ahora este chico la hacía sentir así de nuevo.

No dijeron más. Él consciente de que ella necesitaba silencio. Ella consciente de que, en ese preciso momento, necesitaba aquellos dedos entrelazados con los suyos.

Un nuevo murmullo, una nueva nube de recuerdos se alborotó en la mente de la abuela. Un altar, un hombre en él. Manuel. Un “sí, quiero” seguido de una lluvia de arroz y una luna de miel que culminaría, nueve meses después, con el nacimiento de su hija.

Allí, agotada, tumbada en la cama de hospital con su marido al lado y su niña recién nacida en los brazos, fue el momento exacto en el que sintió que su padre nunca la había abandonado. Allí, con los ojos de su madre a medio camino entre las lágrimas y el orgullo de ver por primera vez a su nieta. Allí, en aquel hospital, se sintió por fin plenamente feliz, igual que cuando era niña y jugaba en aquel parque. Nada importaba en ese momento, nada podría nunca igualar la felicidad de ese recuerdo.

Saltos y más saltos en el tiempo, imágenes de navidades en familia, de noches en vela por culpa de un buen libro, de una nueva canción de su cantante favorito, de conciertos, de risas a la luz de una vela, de amigos en torno a un café en invierno, de tardes de cine y palomitas, de sostener a su niña en brazos, de su madre, de su padre. Cientos de imágenes seguidas pasan por su mente a vertiginosa velocidad. Aprieta los ojos muy fuerte, casi hasta hacerse daño, queriendo detener ese torrente de recuerdos y lo consigue.

Está ahora en un banco, en ese banco, sí, el mismo en el que se sentara su padre, el mismo en que hablara con el que se convirtió en su marido. Allí está ella, viendo a su hija jugar en el parque. Siente el mismo orgullo que seguramente sintió él, la felicidad de saber que aquella pequeña niña que juega corriendo detrás de un niño, un día, fue ella misma.

Una lágrima solitaria se escapa de sus ojos. Una lágrima de felicidad al pensar lo afortunada que era de tener una familia tan buena. Mientras con un dedo la seca, una tímida carcajada escapa de lo más dentro de su corazón al darse cuenta que en verdad, un día ella fue igual que su hija, corriendo detrás de un niño en aquel mismo parque, niño con el que terminaría casándose. Quién sabe, igual acababa de conocer a su futuro yerno.

Aquel niño no se casó con su hija, pero se acordó de él aquel día, sentada en otro banco, de una iglesia esta vez, viendo como su pequeña se casaba con un buen hombre. Estaba preciosa con su vestido blanco y se preguntó si ella misma habría parecido tan feliz el día de su boda con Manuel. A su lado, el pobre no podía aguantar las lágrimas y se preguntaba cuándo había dejado de ser ella la blanda y había pasado a serlo él.

Aún haciéndose la dormida pudo observar a su nieto. La adoraba. Era un chico apuesto aunque algo callado, con sus mismos ojos, igual que su madre. Aún recordaba aquel día cuando su hija la llamó por teléfono para decirle que estaban yendo al hospital porque había roto aguas.

Son las tres de la mañana y Manuel está más nervioso que ella. Va de acá para allá por casa buscando cosas que “pudieran hacer falta” y sin saber dónde demonios están las llaves del coche, las mismas que lleva en la mano.

Ya en el hospital y tras varias horas de espera, por fin pueden conocer a su nieto y, allí, viendo a su hija con su nieto en brazos, abrazados ambos por su yerno y con los ojos a medio camino entre las lágrimas y el orgullo, recuerda a su madre en esa misma situación, y piensa en lo rápido que pasa el tiempo.

Entonces se sorprende al ver que el bebé, su nieto, tiene los ojos abiertos y la está mirando fijamente.

-Vaya mamá, parece que le gustas. Ven, ¿quieres cogerlo?

Se acerca y, con mucho cuidado, coge al bebé en brazos. Desde que nació su hija ha creído que ningún momento venidero podría compararse, jamás, con aquel. Pero en ese instante, sintiendo la manita de su nieto en torno a su dedo, se da cuenta de que este momento está a la misma altura.

Los recuerdos se revuelven de nuevo, todo es color, imágenes sueltas de instantes pasados. Hasta que se detiene de nuevo.

Manuel tendido en una cama de hospital. El cáncer le ha ganado la batalla y está cada vez más débil. Han sido varios años de lucha, pero al final el cáncer se ha extendido por casi todo su organismo.

Están solos, su hija se ha ido con el niño hace un rato. Le arropa bien para que no tenga frío y le ahueca la almohada. Luego ella se sienta en el sillón dispuesta a pasar otra incómoda noche.

-Cielo… -susurra Manuel.

Ella se despierta y mira el reloj. Las cuatro y media de la mañana.

-Dime, amor.

-Cielo… -extiende una mano hacia ella, que se levanta y la agarra.

-Estoy aquí, tranquilo.

Nota como él intenta apretarle la mano, sin fuerzas, y ella lo abraza con el brazo libre y le besa dulcemente.

-Te quiero muchísimo.

-Y yo…y yo a ti.

Siente como la mano que sujeta la suya pierde la poca fuerza que tenía hasta quedar inerte entre sus dedos. Sus ojos se cierran y una media sonrisa queda dibujada en su rostro. Se ha ido en paz. La abuela rompe a llorar apoyada sobre el pecho de Manuel, igual que hiciera sobre el de su padre.

-Hasta pronto, mi vida… -murmura la abuela.

Le cuesta respirar. De pronto se siente tremendamente cansada, como si acabara de volver a vivir todos los recuerdos. Su cuerpo parece más pesado que de costumbre y decide abrir los ojos y dejar de hacerse la dormida.

-Hola abuela, ya pensaba que no te ibas a despertar nunca -dice su nieto mientras le acerca un vaso de agua a los labios.

A duras penas se incorpora para beber, está muy débil y el joven nota el sufrimiento en sus ojos, pero calla y sonríe.

-Venga abuela, que no se diga. Mamá dijo que venía en un par de horas.

Ella bebe y se deja caer de nuevo en la cama. Está cansada, su cuerpo está cansado. Pero no por este pequeño esfuerzo, sino por haber vivido una vida larga y feliz.

Entonces se da cuenta de que se ha pasado la vida coleccionando instantes, unos más felices que otros, y eso no le ha permitido ver la vida como realmente es.

La vida es solo un instante. Un día estás en el parque jugando y ocho páginas después te encuentras tumbada en esa cama. La vida pasa volando y hay que saber apreciarla por lo que es.

Sabe que ya es la hora. Su cuerpo se resiste a obedecer sus órdenes y sus párpados están decididos a cerrarse. Agarra la mano de su nieto con todas las fuerzas que le quedan.

-Abuela, ¿estás bien? ¿Abuela? ¡Abuela!

Los ojos se le han cerrado del todo y cada vez le cuesta más mantener los dedos entrelazados con los de su nieto. Sus respiraciones van disminuyendo hasta que se detienen por completo. Nota la cabeza de su nieto sobre su pecho, nota la humedad de sus lágrimas empapando el camisón que la cubre y, de fondo, escucha el eco de las risas de su padre camino del coche y le coge de la mano, feliz simplemente por haber vivido.



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