Abro los ojos y te pienso; los cierro… y te sueño.
Los vuelvo a abrir y entre pensamientos despierto al fin, con tu sonrisa en mi cabeza y el recuerdo de tu piel escondido en mis yemas.
Los vuelvo a cerrar un instante, lo justo para que me asalte tu aroma. Suspiro y lo respiro antes de perderlo en el aire, antes de volver a abrir los ojos y recordar que no estás, que me he vuelto a quedar solo y que, una vez más, estoy buscando entre recuerdos lo que todavía hoy debería ser mi despertar habitual.
Supongo que me acostumbré a ti. Me acostumbré a despertar y verte cada mañana enredada en mis sábanas suplicando por cinco minutos más de sueño. Supongo que me acostumbré a poder besarte cuando me apetecía besarte, a abrazarte cuando me apetecía abrazarte. Supongo que me acostumbré tanto a ti que por eso no lo vi venir: nunca pensé que te podría perder.
Ahora, en cambio, aquí me tienes pensándote cada mañana, cada tarde, cada noche. Te pienso a mi lado porque ha resultado ser la forma menos dolorosa de recordar que ya no estás. Te imagino conmigo como siempre habías estado porque prefiero engañarme a aceptar que no volveré a despertar bañado en tu aroma, no volveré a dejar de soñar para vivirte y, lo peor de todo, no volveré a besar esos labios que un día se volvieron centro de mi universo. Será por eso que ahora mi mundo tiembla y se balancea desorientado en este vacío impuesto entre tú y yo.
Cierro los ojos un último segundo y te vuelvo a soñar. No pienso, solo te sueño y me creo de nuevo capaz de extender mi mano, coger la tuya y volver a lo que un día fuimos, a lo que sé que no seremos de nuevo…
Me vuelvo a la cama. Prefiero seguir soñándote un par de horas más antes que abrir los ojos y pasar otro día pensando en todo lo que hice mal.
No, no quiero.
Así que… cierro los ojos, hola de nuevo.
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