Hace ya demasiado tiempo desde que vi su rostro por primera vez. Demasiados días, uno detrás de otro en agónica rutina. El tiempo pasa, pero su recuerdo sigue intacto guardado en lo más profundo de mi corazón. Sigo viendo su cara al cerrar los ojos, siguen asaltándome ecos de su aroma al girar solitarias esquinas en la calle. Sé que hace mucho, pero aún hoy sigue apareciendo su rostro reflejado en los cristales de cada vagón. No consigo sacarla de mi mente y es por eso que llevo un mes cogiendo a diario el mismo tren, a la misma hora, con la esperanza de que ella vuelva a cruzarse en mi camino.
Pero parece ser que fue la casualidad y no el destino quien nos llevó a cruzar la mirada aquella mañana en ese solitario vagón. La sonrisa acudió a su rostro, al mío el rubor. Qué belleza la suya que consiguió dejar mudo al más parlanchín. “Otro tonto”, debió pensar mientras mi boca se abría y cerraba levemente, boqueando cual pez en el agua tratando de encontrar las palabras adecuadas para avivar su interés. Nada salió de ella, claro está, y acabé desistiendo aún a sabiendas de que ese era el momento en que se suponía me tocaba a mi hablar.
Se bajó un par de paradas más adelante, mirándome una última vez al tiempo que sus labios dibujaban una hermosa sonrisa. Y se fue, así, sin más. Dejándome en el vagón con la misma cara de tonto de diez minutos atrás. Ojalá las palabras hubiesen acudido en mi ayuda, ojalá…
Ahora ya ha pasado un mes desde aquel día. He seguido cogiendo ese mismo tren con la esperanza de que ella hiciera lo mismo. Pero cada día que pasa en el que ella no aparece, la amargura de pensar que perdí mi oportunidad empieza a pesar demasiado en mi cabeza. Sé que debí decir algo, pero la timidez o la cobardía me ganaron la partida.
Supongo que será mejor desistir, dejar de coger este maldito tren que me supone casi media hora más de trayecto, dejar de buscar su mirada entre los ojos de extraños un día tras otro. Sí, será mejor que me olvide de esa sonrisa que, pensé, cambiaría la suerte de amores que hasta entonces había encontrado. Creí amarla solo con mirarla y ahora me doy cuenta de lo tonto que fui, caprichoso e infantil al olvidar que la vida no es tan sencilla.
Y a pesar de darle vueltas a eso cada día, sigo volviendo a despertar media hora antes cada mañana, sigo cogiendo ese mismo tren. ¿Por qué desistir cuando esa sonrisa fue lo mejor que me ha pasado en muchos meses? Sí, lo sé, lo más probable es que ella ni siquiera se acuerde de mí, que tan solo fuese un extraño más, al que sonrió por pura amabilidad. Sí, sé que es posible que cogiera ese tren, aquel día, por casualidad y que no lo vuelva a cogerlo de nuevo.
Pero, repito, ¿por qué desistir?
¿Por qué perder la oportunidad de volver a verla, de volver a enfrentarme al reto de romper con un simple “hola” esa barrera invisible que siempre separa a dos extraños? Puede que ni siquiera me conteste, que voltee su cara al cristal y me deje allí plantado, con la sonrisa de medio lado al tiempo que mis manos traten de recoger los rotos de esperanza que vuelen a mi alrededor.
O puede que sí, puede que me vuelva a sonreír, que se acuerde de mí y no le importe que me siente a su lado aunque casi todos lo asientos del vagón estén desocupados. Puede que hablemos largo rato y hasta nos olvidemos de bajar en nuestra parada. Puede…puede que esté pensando demasiado.
Seguiré cogiendo ese tren, aparezca o no esa sonrisa que estoy buscando. Seguiré robándole media hora al sueño, y lo haré contento, pues la vida en realidad es eso, ¿no? Seguir un viaje en pos de tus sueños, aceptar el reto y llevarlo hasta el final, sea cual sea, esté donde esté. Y cuando termines ese viaje te sentirás feliz, no por haber llegado a tu destino, sino por todo lo que pasaste para llegar allí.
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